Cosmin suda bajo un abrigo de piel de 40 kilos, pero por nada del mundo se perdería el festival de los osos, un desfile ancestral que se ha convertido en un atractivo turístico cada vez más interesante para los jóvenes de Rumania.
“La piel que llevo era de mi abuelo”, dice orgulloso este estudiante de 17 años, que no quiere dar su nombre de familia, meneando la cabeza del animal al ritmo de tambores, flautas y silbatos.
En Comanesti, una ciudad del noreste de Rumania, y en otras localidades de este país del este de Europa se celebran estos desfiles para ahuyentar los malos espíritus.
Las varias cuadrillas duramente seleccionadas por los distintos municipios se lanzan rugiendo a las calles, ofreciendo un espectáculo ruidoso y colorido a los visitantes.
Los participantes se agrupan detrás de pancartas con los nombres de sus pueblos de origen, que aspiran a un premio para los más expresivos.
Los rostros son mayoritariamente jóvenes, incluso pueriles, entre 8 y 30 años, raramente de más edad.
Los preciosos abrigos incluyen las patas del oso, sus zarpas y su hocico amenazante.
En Rumania, el país que alberga más de la mitad de la población europea de osos pardos, estos animales ahora protegidos pero amenazados por la desforestación simbolizan la fuerza y el coraje.
Esta tradición de raíces precristianas está particularmente viva en esta región, que empieza a preparar las marchas en octubre.
Con los años se ha erigido en un creciente foco de interés turístico. “Estos desfiles experimentan un resurgir desde 2007 y la entrada en la Unión Europea“, afirma el antropólogo Valer Simion Cosma.
En un país de 19 millones de habitantes, que sufre un éxodo de población, “la juventud lo han tomado como una búsqueda de identidad”, afirma.
Hasta ahora, “su interés cultural estaba orientado hacia el exterior” y “el folclore se consideraba como pasado de moda y reservado a las generaciones anteriores”, dice.
Casi seis millones de rumanos viven en el extranjero y al volver para las fiestas navideñas, muchos quieren perpetuar en familia las costumbres locales, afirma el investigador.
El movimiento estuvo acompañado por el regreso de una industria de producción de disfraces tradicionales y por programas de televisión que han atraído miles de turistas.
Estos se estrujan para conseguir unos “mici”, unas pequeñas salchichas tradicionales pero también kebabs. Y en medio de unos jóvenes todavía disfrazados de oso, una pancarta promueve la criptomoneda shiba inu.
“El valor del folclore ya no reside en el sentido que se le atribuía antes, pero en su papel de espectáculo y en su repercusión económica”, concluye Cosma.
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